Una novela intensa,...

Una novela intensa, llena de emociones y sentimientos, que tiene como telón de fondo la historia de la emigración canaria a la América colonial del siglo XVIII. Los isleños protagonistas de este viaje, mezcla de miserias, abusos, injusticias y sufrimientos, pero también de esperanzas y superaciones, son víctimas de una traición que determina su suerte. La emigración les deja una profunda huella en sus vidas, sin que por ello pierdan su identidad canaria, ejerciendo su condición de isleños en las fundaciones en las que se asientan, en las tierras extrañas que atraviesan… En busca de sus sueños van Lorenzo y Candelaria, ella, embarazada, él, apasionado, los dos, enamorados…







miércoles, 12 de junio de 2013

La identidad soluciona problemas I


–¡Oh! mis canarios, qué ganas tenía de veros, ¡qué alegría me dáis! –dijo el gobernador.
Vestía de gala y sus ropas se movían al viento ante sus movimientos entre el grupo de isleños, que no conocían a aquel hombre y no entendían lo que ocurría. El gobernador se movía con soltura, parecía de carácter alegre y se comportaba casi como haciendo reverencias ante cualquier cosa que fuera a decir o a hacer.
– Por favor, dejad que os presente. Autoridades, señores y señoras presentes, éstos son los excepcionales canarios de los que tanto os he hablado –hizo los honores el gobernador, refiriéndose al grupo de viajeros isleños, hambrientos, sucios y mal vestidos que tenía delante.
La comitiva que lo acompañaba se detuvo junto a la entrada del establo, lo más lejos posible. El gobernador se giró y refiriéndose a las autoridades comenzó a presentar a sus acompañantes, dirigiéndose a los isleños como si fuesen asistentes de un imaginario acto público.
–Me han acompañado hasta aquí a vuestro encuentro los señores alcaldes reales de las principales localidades, acompañados de sus señoras esposas presentes –dijo el gobernador haciendo una cierta reverencia, para luego detenerse en uno en particular–. Y especialmente, el alcalde de la propia capital, don Rodrigo de Arrigas, a quien he insistido para que me acompañase en vuestra búsqueda.
            Aquellos hombres y mujeres hicieron algunos gestos de presentación, que los demás no supieron si eran sinceros o de hartazgo oculto ante aquella situación.
–También nos acompañan, además de mi ayudante personal, el señor secretario del ilustre juez, que hará las veces de secretario y levantará acta de lo que aquí acontezca, para que todas las autoridades y todo el pueblo no tengan más dudas de lo dicho y expuesto por mi parte –recalcó el gobernador, esta vez con mirada burlona hacia su séquito.
Aquello no le decía nada a los canarios, que permanecían quietos sin comprender nada. Fuera del establo, se oyeron ecos repitiendo todo lo que ocurría dentro, entre el numeroso público que comenzaba a acumularse.
–¿Seguro que todavía os estaréis preguntando por qué hemos venido hasta aquí con estos ilustres acompañantes? ¿Verdad, amigos canarios? –continuó el gobernador, que les hablaba con una cierta familiaridad, que aún menos entendían los isleños, pues no lo conocían–. Pues veréis, amigos canarios, hemos venido hasta vosotros para servirme de justicia ante la persecución que estoy padeciendo, o mejor dicho, estoy sufriendo, por parte de aquí los presentes –expuso el gobernador, provocando algunos gestos de incomodidad entre las autoridades.
Luego continuó,  haciendo movimientos como si estuviera dando un discurso:
–Pero hoy se acabará todo, hoy se aclararán las dudas sobre mi buen juicio, con la ayuda de mis buenos amigos canarios, y quedarán a salvo mis buenos criterios para la administración de vuestros pueblos, señores alcaldes y compañía –dijo haciendo un falso gesto de genuflexión, que sonó a burla–. Aquí los tenéis, a los canarios, a los hijos de aquella tierra tan hermosa y misteriosa, que yo tuve la inmensa suerte de conocer. Preguntadles, preguntadles y resolved aquí las cuestiones sobre mi buen juicio. Señor secretario, es vuestro turno.

El gobernador se apartó sentándose en su silla particular, que ya le había habilitado su ayudante en medio de aquella gañanía. A un lado, sobre la paja y el echadero del ganado, se encontraban los canarios, que seguían sin entender nada, por mucho esfuerzo que ponían. Al otro, aquellas autoridades, de entre las que salió el secretario del juez, que empezó a hablar con voz temblorosa, sin dejar de mirar de reojo al séquito de acompañantes.
–Señor gobernador, ilustrísimas autoridades, se…señoras y señores, con la venia de sus señorías. Estamos aquí…estamos aquí presentes, dando continuación a..a... la sesión del juicio de... –se expresaba como podía el secretario del juez–. En nombre del señor juez, me hallo yo presente como secretario, levantando acta de las declaraciones y actos que… que aquí se produzcan –continuaba ante la aparente conformidad de las autoridades y del gobernador.
–Vayamos a lo que importa, señor secretario, a lo que importa –habló por primera vez Rodrigo de Arrigas, con una voz gruesa que salió de debajo de su vistoso bigote negro, y que retumbó de qué manera en aquella improvisada sala judicial.
El secretario se giró entonces hacia los isleños y continuó con su alegato.
–El señor gobernador, que ostenta el cargo desde hace unos años, alega haber conocido y vivido en las Islas Canarias, de donde proceden aquí los presentes canarios. ¿No es así? –les preguntó el secretario.
–Sí, señor, somos canarios –fue la primera respuesta que obtuvo.
–El se..señor gobernador manifiesta… haber tenido la oportunidad de conocer aquellas tierras, por razón de su cargo y sus tareas, pues tuvo que levantar mapas y planos de las costas, ciudades, puertos y defensas de aquellas islas, por órdenes del comandante general de Canarias–continuaba el pobre hombre, al que se le trababan las palabras–. Como resultado de sus viajes dice... alega... el señor gobernador haber conocido una… una…una suerte de hechos, de sucesos y de circunstancias... que... que… que expuestos por el señor gobernador ante... ante nuestras autoridades aquí presentes, les resultan a sus eminencias... les... resultan... difíciles... difíciles de entender y de creer, según alegan en su denuncia ante el señor juez –expuso casi uniendo esta vez todas las palabras en una sola.
No hubo respuesta por parte del gobernador ni de las autoridades, que se miraban entre sí, y mucho menos de los canarios, que seguían sin entender aquello, limitándose de momento a responder a lo que el secretario les preguntaba.
–Según hacen constar, en numerosas ocasiones el señor gobernador, en actos públicos o en recepciones particulares, les ha informado de una serie de hechos que vio y vivió allá en las Islas Canarias, que expresadas en boca de la máxima autoridad son... cuando menos... sospechosas, y que les hacen dudar de su buen juicio y de su capacidad para gobernar.
Esta vez, el gobernador no se inmutó al oír aquellas palabras, sino que marcó una leve sonrisa en su cara, al contrario de las anteriores ocasiones en las que había tenido que escuchar aquel alegato con las acusaciones de los alcaldes, que se habían atrevido a denunciarlo ante el juez por locura o falta de juicio.
–Se..señores canarios –dijo el secretario, dirigiéndose de nuevo hacia ellos–, son convocados aquí como testigos, a fin de que muestren su parecer sobre los siguientes hechos.

Los isleños no entendieron bien lo que les quiso decir el secretario, pero sí intuyeron que les iban a hacer unas preguntas a continuación. La expectación fuera del establo era máxima y alguien mandaba de nuevo a callar para oír las preguntas y respuestas.
–Se..señores de Canarias, qui..quisiéramos saber si son ciertas, si concurren, mejor dicho, las siguientes circunstancias en el país de donde ustedes provienen, y que pa..paso a enumerar a continuación –gagueaba de nuevo el secretario, mientras removía los papeles que llevaba en las manos en busca del documento siguiente que necesitaba para su alegato.
–Por ejemplo... aquí en América también conocemos los volcanes y los campos de lava que forman, pero…¿es cierto que... –costándole terminar de leer– es cierto que los volcanes de allá, que al parecer, no son como los volcanes de aquí, hacen unas cuevas por debajo de la tierra, cuevas por las que se puede caminar sobre la lava y que son tan largas que no hay cristiano que las haya podido andar en su totalidad? –terminó de decir el secretario, levantando la cabeza hacia los isleños, de quienes esperaba una respuesta.
Los canarios se miraron entre sí, sin entender todavía a qué venía aquella pregunta tan sencilla. Ginés Fajardo fue el encargado de responder.
–Sí, señor, eso es verdad. Las lavas de los volcanes hacen cuevas y tubos en los malpaíses. Con el paso de los años, el techo se hunde por algunos sitios y los utilizamos para entrar. Los llamamos jameos –les dijo el isleño.
–¿Y son tan largas esas cuevas? –quiso aclarar el secretario.
–Sí, señor, es difícil saber dónde acaban. Unos dicen que debajo del mar, otros que en las montañas que echan fuego, otros que allá abajo en los infiernos –se atrevió a aclarar, mientras algunos de los presentes se santiguaban–. Qué le digo, pero lo cierto es que nadie lo sabe, porque son oscuras y nunca nadie hasta la fecha ha llegado al fondo de las más largas. Las cuevas más chicas y los jameos los usamos para guardar el ganado y refugiarnos, señor.
El secretario tomaba nota apresuradamente de las palabras de aquel isleño, que hablaba seguro de lo que decía, ante la sonrisa del gobernador, que llegaba incluso a reír sin disimulo ante los presentes. Las autoridades se mantenían inmóviles y calladas, esperando la siguiente pregunta.
–También afirma el señor gobernador que... que hay en una isla un… un árbol que... que... produce... que produce agua... lo que resulta sin duda a los ojos de los denunciantes impropio de su naturaleza –continuó el secretario–. ¿Es esto así? ¿Alguien alguna vez conoció, vio o supó de este árbol del agua?
Los isleños se mantenían quietos, aunque cada vez eran más conscientes de que sus respuestas a aquellas preguntas, que les resultaban normales, iban a tener consecuencias sobre los presentes. Fueron Reyes Quintero y Francisco Padrón quienes dieron la respuesta esta vez:
–Sí, es verdad, lo llamamos el Garoé, pero ya no existe, señor –contestó con cierta tristeza el matrimonio–. Ahí más allá un rayo lo tumbó y dejó a la isla en la sequía más absoluta.
–¿Era tanta el agua que producía? –quiso saber el secretario, sin dejar de anotar todo lo que decían aquellos testigos.
–Fíjese como sería, que bajo sus ramas se llenaban una docena de aljibes, que todavía las tenemos y las usamos hasta la fecha. Sí, señor, era mucha el agua, el Garoé nos daba de beber a toda la isla –aclaró Reyes Quintero.
Aquello pareció molestar a las autoridades, que hicieron comentarios entre ellos. El gobernador no hacía sino gestos de complacencia y se reía después de cada respuesta. Fuera del establo, la calle abarrotada de gente iba repitiendo las palabras que se decían dentro, quedándose igualmente asombrados ante lo que allí se decía.
–Otra cuestión. ¿Es cierto que hay árboles que viven cientos de años y que tienen sangre en su interior?– preguntó el secretario, que fue cogiendo confianza.
Esta vez fueron todos los canarios casi al mismo tiempo.
–Pues claro, señor, los dragos –contestaron sin dudarlo.
–¡¡Eso es imposible!! ¡Eso no puede ser! ¡Mentirosos! –gritaron desde el grupo de autoridades, contrariados por las respuestas de los isleños.
–¡Eso es así! –saltó Pedro Faneque, con la habitual contundencia que le daba a todos sus gestos y palabras, poniéndose en pie. Todos se callaron en el establo. Hasta fuera se hizo también el silencio–. ¿Qué canario no conoce los dragos? Los usamos para muchas cosas, incluida la sangre de su interior. Los hay tan altos como los pinos y están allá desde que tenemos conocimiento. Todos aquí tenemos dragos en nuestros pueblos –sentenció Faneque.
Los denunciantes no se atrevieron esta vez a replicarle, entre las risas del gobernador.
–Preguntadle por el lenguaje ese, secretario, preguntadle qué es eso –le instó Rodrigo de Arrigas al secretario, que seguía sus indicaciones de manera servicial.
–Sí, sí, eso, eso, preguntadle, señor secretario, preguntadle cómo se entienden en la distancia –insistió el gobernador, que ya no cabía dentro de sí.
–Según el señor gobernador, para comunicarse de una montaña a otra, ustedes se hablan... –dudó de nuevo el secretario– ustedes se hablan... silbando... como dando silbos se entienden unos a otros. ¿Se habla la gente silbando allá?
Aquello causó las risas del público que estaba fuera del establo. Los canarios se miraron sonrientes entre sí, conscientes del efecto que iba a producir su respuesta.
–Sí, señor, es verdad, yo mismo lo hice todos los días hasta el día que nos embarcaron –contestó Antonio Plasencia–. El silbo se usa para hacerse entender a lo lejos, sólo hay que saber silbar lo que se dice y las montañas hacen el resto, llegando hasta dónde uno quiera. Es más fácil que recorrer los barrancos o mandar a los menudos por la cumbre, señor –continuó aclarando mientras miraba a Guadalupe Barreto, su mujer, y a sus hijos, que se agarraban a su madre, y que sabían bien a lo que se refería su padre.
–¡Ya es suficiente! –interrumpió Arrigas, quien había sido el promotor de aquellas denuncias contra el gobernador, pues si lo declaraban bajo el estado de locura, sería él quien ocuparía el puesto–. Me niego a aceptar estas palabras. Señor gobernador, éstos no son sino un grupo de pobres viajantes que dirán que sí a todo lo que les preguntéis con la esperanza de obtener algún beneficio. Os han visto y han pensado que compensaríais el tremendo favor que os están haciendo quizás con comida o ropa o cuidados para sus hijos.
Se hizo el silencio antes de que continuara sin dejar pie a una reacción del gobernador.
–No os ofendáis, señores canarios, no es mi intención. Pero comprendedlo, no hay más que veros –dijo dirigiéndose a ellos–. En vuestra situación, quizás, yo también haría lo mismo. Quizás –continuó entre risas cómplices de sus compañeros demandantes–. Pero, vuestra declaración no nos es suficiente, no podemos presentar estas falsas declaraciones ante el pueblo sin unas pruebas. Señor gobernador, queremos pruebas, hechos, queremos certezas, si no queréis que continuemos con nuestra causa. Si deseáis que no queden dudas de vuestra cordura, deberéis presentar algo más que la palabra de estos mentirosos –terminó de decir Arrigas, provocando a los canarios.

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