Una novela intensa,...

Una novela intensa, llena de emociones y sentimientos, que tiene como telón de fondo la historia de la emigración canaria a la América colonial del siglo XVIII. Los isleños protagonistas de este viaje, mezcla de miserias, abusos, injusticias y sufrimientos, pero también de esperanzas y superaciones, son víctimas de una traición que determina su suerte. La emigración les deja una profunda huella en sus vidas, sin que por ello pierdan su identidad canaria, ejerciendo su condición de isleños en las fundaciones en las que se asientan, en las tierras extrañas que atraviesan… En busca de sus sueños van Lorenzo y Candelaria, ella, embarazada, él, apasionado, los dos, enamorados…







miércoles, 12 de junio de 2013

La identidad soluciona problemas II
 


Algunos se tiraron en dirección al tal Arrigas. Lorenzo retuvo a sus compañeros, en especial a Pedro Faneque, viendo venir la oportunidad que estaba esperando.
–Perdóneme, señor –saltó Lorenzo–, pero hay una manera de saber si decimos la verdad.
–¿Una manera? –preguntó el secretario– ¿Y cómo?
–Si el señor gobernador lo permite –dijo dirigiéndose hacia él–, podemos salir todos a la calle del pueblo y darle la prueba que necesita.
Nadie entendió de momento lo que pretendía Lorenzo y los canarios lo miraban algo desconcertados. Todos menos Candelaria, que lo observaba orgullosa, y que ya no se sorprendía cuando Lorenzo actuaba de aquella manera. El gobernador se levantó de su improvisado sillón de mando mordiéndose los dedos de una mano, mientras miraba hacia aquel canario y hacia Arrigas, alternativamente, sin tomar una decisión, hasta que finalmente habló.
–Está bien, adelante, salgamos –ordenó.
Los ayudantes y los alguaciles que acompañaban al séquito obligaron a retirarse a la gente que se agolpaba en la puerta del establo, dejando sitio libre para que saliese primero el gobernador, las autoridades y luego los canarios, que se mantenían en todo momento lo más cerca posible. Sacaron de nuevo la silla, para que el gobernador presidiese el nuevo acto judicial.
–Bueno, y ahora, ¿qué pretendéis hacer? –preguntó el secretario.
Lorenzo levantó la mirada por encima de los demás, en dirección a la calle principal del pueblo.
–¿A qué distancia se encuentra el almacén del pueblo, señor?  –preguntó Lorenzo.
–A unos quinientos pasos, más o menos –contestó el alcalde, que formaba parte de la comitiva–. Está al principio de esta misma calle.
Lorenzo miró entonces para Antonio Plasencia y luego para Pedro Faneque, que entendieron sus intenciones, asintiendo con un gesto.
–Señor gobernador, permita que este canario vaya hasta el almacén del pueblo –dirigiéndose a Pedro Faneque– y desde aquí, otro de nosotros –refiriéndose ahora a Antonio Plasencia– le irá silbando algunas mercancías del almacén, con sus medidas, para cargar en una de nuestras carretas.
Las palabras de Lorenzo se oyeron claramente, generando los comentarios entre los presentes, que no se lo creían.
–¿Sin gritar ni decir palabra ni hacer señas? –dijeron–. Eso es imposible. ¡Qué atrevimiento!
El gobernador empezó a perder su fe en aquellos isleños, pues en realidad nunca oyó con sus propios oídos silbar a los canarios, sólo se lo escuchó decir a los soldados de la guarnición. Miró hacia todos lados, sin saber qué decir, atrapado en aquella situación. Por su parte, los canarios se mantenían callados, aunque tenían confianza en cómo iba a acabar aquello.
–Pero, señor, las mercancías que se carguen en nuestra carreta serán para nosotros, para nuestro sustento y de nuestros hijos –terminó de decir Lorenzo–. Es lo justo tras las ofensas que recibimos, después de lo que nos dijeron.
            Aquello terminó de provocar a la comitiva, que comenzó a insultar al canario, mientras el público también añadía de su parte. Los únicos que se alegraron fueron los isleños, que vieron la posibilidad de salir del hambre y de seguir el viaje. El gobernador continuaba sin dar una respuesta, dudando ahora de que fuera posible.
–Permítame, señor gobernador –tomó la palabra de nuevo Rodrigo de Arrigas, ante la indecisión del gobernador–. Visto que estos sus amigos, excelencia, están decididos a continuar con esta mentira, yo estoy dispuesto a ayudaros y libraros de su carga.
Abriéndose paso entre la comitiva y el público, siguió manejando la situación con el fin de sacar toda la tajada posible para sus intereses.
–Si estáis en lo cierto y es posible que estos canarios hagan eso, dando pruebas de vuestra cordura –e hizo una pausa conveniente para sembrar algunas dudas sobre aquello–, yo me comprometo a pagar todas las mercancías que sean capaces de cargar en su carreta –dijo alto y claro Arrigas, sorprendiendo a todos–. Pero con una condición. Puesto que dicen que saben hablar silbando sin dificultad alguna, no tendrán inconveniente en que lo demuestren la mujer y la hija pequeña de quien dice hacerlo sin problemas todos los días, si para ellos es cosa tan normal –continuó Arrigas, señalando a Guadalupe Barreto, la mujer de Antonio Plasencia, y a Nievita, su hija pequeña, que estaba junto a su madre.
Esta vez se hizo un silencio profundo entre todos los presentes, incluidos los canarios, que aprovechó de nuevo el avaricioso Arrigas para rematar su envite.
–Señor gobernador, en caso de que no lo permitáis, deberéis admitir que estaréis ocultando vuestra falta de cordura –sentenció, volviendo a su sitio anterior sintiéndose vencedor de aquel duelo.
El gobernador ya se encontraba bloqueado por los nervios y sin saber qué decir, viendo cómo su puesto estaba ahora en manos de una chiquilla de apenas once años y de su madre. De color pálido, asintió como pudo con un gesto tembloroso de la mano y con la mirada perdida.

Los vecinos abrieron rápidamente el espacio de la calle desde el establo hasta el almacén. Guadalupe Barreto le dio un beso a su hija Nieves, antes de que los alguaciles del gobernador se la llevaran hasta el otro extremo, dentro de una carreta vacía de los isleños. Todo el pueblo se había echado a la calle, enterado de aquel reto, y en la cantina ya se hacían apuestas en contra de la niña, intentando sacar partido de la situación que había alterado las placenteras tardes del lugar. Guadalupe se remangó la falda y se subió a un taburete agarrada de Antonio Plasencia, rodeada y apoyada por los canarios, que sabían que estaba en sus manos que pudiesen continuar el viaje. Y Guadalupe comenzó.
–Millo –dijo, dirigiéndose al secretario que tomaba nota–. Tres sacos.
Luego se llevó las manos a la boca, silbando y haciendo que salieran las notas convenientes, con esa melodía que sólo tiene el silbo que hacen los isleños, aquellos tonos uno tras otro formando palabras, con toda la fuerza que le permitieron sus pulmones y que sonaron con intensidad sobre las cabezas de los presentes, que nunca habían oído aquella manera de silbar, ni creían que aquello pudiese servir para comunicarse.
Nievita era una niña callada, con apenas once años, delgada y algo débil por el viaje, llevaba el pelo suelto y vestía un traje con una falda que casi arrastraba por el suelo, pues era de su hermana mayor. Se encontraba sobre la carreta, que la habían cuadrado junto al almacén, y al oír los silbos de su madre, saltó al porche de un brinco y entró por la puerta junto a los hombres del gobernador, desapareciendo de la vista de todos.
Guadalupe y Antonio no hacían sino mirarse el uno al otro, junto a sus otros tres hijos, que habían entendido perfectamente a su madre. La gente en la calle se mantenía en silencio, esperando lo que fuese a ocurrir, y nadie se movía. Pero pasaron unos instantes y del almacén no salía nadie. Algunas de las autoridades comenzaban a celebrarlo, haciendo gestos de satisfacción entre sí, mientras el gobernador seguía sin levantar la mirada del suelo.
–¡Qué salga la niña con el tendero! –dijo alguien desde la calle, rompiendo el silencio y provocando las risas de los presentes.
Continuaba pasando el tiempo, pero la niña no salía del almacén. Los alguaciles del gobernador esperaban cualquier orden de éste y el secretario no dejaba de mirar al fondo de la calle, esperando cualquier información que le permitiese dar por terminado aquel experimento. Cuando ya iba a tomar la palabra, en ese mismo instante, uno de los hombres que estaba en el porche del almacén comenzó a moverse y se apartó hacia la calle, sin creerse lo que estaba viendo. La puerta del almacén se abrió empujada por una espalda menuda. Nievita salía hacia atrás arrastrando un saco con todas sus fuerzas. El saco pesaba casi la mitad que ella y le costaba moverlo sobre los tablones de madera. Atravesó el porche y quiso subirlo a la carreta, pero como estaba un poco por encima, tropezó y se cayó de espaldas. Se levantó, cogió de nuevo el saco y tiró de él con todas sus ganas hacia arriba, subiendo el escalón y soltándolo dentro de la carreta, ante el asombro del encargado del almacén y de los hombres que la acompañaban. Nievita volvió a la tienda y como pudo sacó un segundo y un tercer saco. Uno de los alguaciles del gobernador se subió a su caballo y galopó la calle a toda velocidad hasta dónde estaban todos esperando:

–Tres sacos de millo, señor. La niña cogió tres sacos de millo.
Los canarios estallaron de júbilo, dando saltos de alegría. ¡Lo consiguió, Nievita lo consiguió! Antonio Plasencia y Guadalupe Barreto se abrazaron a sus hijos, orgullosos de lo que estaba haciendo su pequeña Nieves. Todo el público presente gritó, sorprendido de lo que estaba viendo, mientras las autoridades no se lo creían. El gobernador dio un brinco desde su silla.
–Cuatro sacos de papas –pidió esta vez la madre, que de nuevo silbó de aquella forma melodiosa, metiendo los dedos en su boca, componiendo las palabras silbadas y haciendo que se oyera su silbido en todo el pueblo.
Nievita fue corriendo hasta el interior del almacén, consciente de lo importante que era lo que estaba haciendo, esta vez, entre los aplausos y los gritos de ánimo de todos los vecinos, que empezaron a apoyarla. A pesar de su pequeño cuerpo, la canaria fue sacando hasta la carreta varias tandas de leche, queso, miel, lentejas, carne, agua, azúcar, fruta... todo lo que su madre le fue silbando desde el otro extremo del pueblo, todo lo que necesitaban para seguir su camino. Una de las mujeres canarias se acercó hasta Guadalupe y le dijo algo al oído.
–Café, queremos café. Un saco será suficiente –pidió Guadalupe, mientras lo silbaba a su hija. Nievita lo entendió, pero le costó reconocerlo porque nunca había tenido café en su casa.
La niña estaba rendida, ya no podía más. Había cargado ella sola una carreta con todo lo que le habían pedido. Cuando ya creyó que su madre había terminado, se subió sobre los sacos a lo más alto de la carreta y ante el asombro de los que estaban en la calle, se llevó también sus dedos a la boca y se dirigió silbando al otro extremo del pueblo, unos silbos que llegaron a los oídos de su madre. Guadalupe se bajó del taburete y sin poder contener las lágrimas lo tradujo para los demás:
–Mi hija Nievita, señor, quiere pedir alpargatas para nuestros hijos, ha visto alpargatas en el almacén y hay muchos de nuestros niños que van descalzos.

El secretario no supo qué contestar, mientras el gobernador festejaba su victoria ante las autoridades de Guanajuato, que tendrían ahora que reconocer que aquellas cosas eran ciertas.

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