Se levantaron después de que saliera el sol y no les hubiese importado pasar allí el resto del día. Por primera vez en muchas semanas, amanecían solos el uno para el otro. Tiempo y silencio los acompañaban. Lorenzo dispuso algo de comer y preparó un ramillete de flores para Candelaria, sorprendiéndola una vez más, como a ella le gustaba. Candelaria no sólo era una mujer linda, era una mujer que atraía por su calidez, por el brillo de su pelo, por sus gestos, por cómo tocaba las cosas con sus manos. Y en aquella ocasión a Lorenzo otra vez le resultaba toda ella cautivadora, acogedora como un viejo camino, hasta casi olvidarse de dónde estaban.
-¿Te acuerdas cuando comenzamos a hablar y nos íbamos a la costa? -le recordó Lorenzo a Candelaria.
Cuando empezaron a mocear, se buscaban y se hacían encontrar en las veredas, en el pueblo o en la playa. Para estar solos, les gustaba irse por el camino de la costa, que llegaba hasta unos malpaíses con paredes de piedras. Allí Lorenzo solía esconder regalos debajo de alguna de aquellas lajas volcánicas, que luego Candelaria levantaba haciéndose la sorprendida y llevándose su prenda.
-Claro que me acuerdo, mi amor -sonrió ella.- Yo ya sabía que te quería para mi.
No hay comentarios:
Publicar un comentario