A Candelaria y Lorenzo les gustaba recordar las veces que habían estado en la playa por la noche asando sardinas con la familia de ella. Particularmente a Candelaria, que disfrutaba mucho de todos sus amores juntos, Lorenzo y el mar. Sus hermanos lo preparaban todo, el fuego y las sardinas, mientras su madre llevaba algo de sobremesa, un bienmesabe que Lorenzo devoraba. Luego se tumbaban en la arena para ver las estrellas o la luna, y caminaban por la playa dando lentos paseos. Eran pobres, pero de aquel lugar podrían disfrutar mejor que nadie. Los dos recordaron emocionados la primera vez que, al salir de la ermita en el día de su boda, caminaron juntos ya casados calle abajo, dejando atrás a los demás en la plaza y, cogidos de la mano, viraron hacia el camino de la costa hasta alcanzar el mar, para llegar a su nuevo hogar. Se fueron a vivir a la costa dejando atrás el pueblo, valle, casa, cueva y tierras, por una humilde vivienda de un solo cuarto, con una sola viga cumbrera hecha con un madero grande traído por las olas, pero que hacía feliz a Candelaria por estar junto al mar, por escuchar a todas horas de fondo su melodía y sentir el aire ensalitrado en su piel.
A Candelaria le encantaban las flores y siempre tenía algunas dentro de la casa, además de las plantas y enredaderas que cuidaba en el empedrado de la entrada, frente al bernegal. Las tenía de muchos colores y especies, y junto al olor del cercano mar, dejaban su fragancia en toda la casa.
–¡La lavanda! –se acordó Candelaria–. Se me olvidó poner fuera la lavanda.
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